Desde el nacimiento a la edad adulta, la afectividad tiene sus características propias aunque se mezcla con otros aspectos del desarrollo: el crecimiento físico, las adquisiciones motrices y verbales y la inteligencia.
La afectividad cubre el campo de las emociones, los afectos y sentimientos vinculados a la esfera subjetiva, a lo vivido por el niño.
En el desarrollo afectivo se producen una serie de experiencias diversas más o menos conflictivas, relacionadas con la lucha entre los intereses del niño y las exigencias del entorno.
Primera infancia, hasta el año y medio aproximadamente
La cavidad bucal y la ingestión de alimentos proporcionan al lactante las primeras vivencias de placer y satisfacción. La madre deberá percibir, interpretar y responder a las demandas del bebé, tanto biológicas como afectivas. La ausencia de aportes afectivos en la relación madre-hijo conduce a secuelas en el desarrollo.
Gracias a los intercambios con la madre relacionados con las vivencias emocionales en esta etapa, el niño comenzará a reconocer al otro. Lo que implica la integración de una serie de experiencias debidas sobre todo, a la maduración perceptiva.
La sonrisa de un recién nacido se debe al estado de satisfacción que experimenta el bebé al encontrarse bien alimentado y cuidado. Hacia las 8 semanas, aparece la manifestación de una sonrisa frente al rostro humano, sin distinción de las distintas personas del entorno.
A partir del 6º y el 8º mes, el niño ya no responde con una sonrisa a cualquier persona, distingue al familiar del extraño y responde con llanto a este último. En esta edad aparece la distinción del yo, distinto del otro.
En esta etapa, además de la sonrisa asociada a las sensaciones placenteras, se dan otras reacciones emocionales negativas, llanto, cólera, tensión muscular, miedo, etc.
Fuente: ECCA