Recursos educativos - Cuentos infantiles
El castillo que cambió de colores
Carlucho XVIII, “Príncipe de Las Tierras al Sur de la Laguna Roja” – a quien podemos llamar Carlucho Dieciocho o Carlucho Décimo Octavo y, sus íntimos, en lo más íntimo, y no en presencia de sus Padres Reyes, podían llamar Carlitos o Charlie - se había alejado hasta las orillas del río que bordeaba su palacio, acompañado de uno de los sacerdotes del monasterio cercano.
Acababan de salir de uno de los refugios del camino, donde estuvieron cobijados por el paso de una lluvia reciente. Como por esa mañana, era notorio, no seguiría lloviendo, decidieron continuar su paseo.
No teniendo otra cosa más que hacer, Carlucho XVIII miró hacia las aguas del río.
- Padre Cura, ¡el río está amarillo!
El cura, que iba leyendo su breviario, casi no le hizo caso a Carluchito – que, era como lo llamaban los sacerdote desde que lo bautizaron, quince años atrás, en el monasterio -. El cura había quedado pensando que, como el príncipe se las daba de poeta porque había escrito unos versos titulados “Elegías del Río” en honor a la princesa Clotildiana VI y todos en la corte se las celebraban, era otra de esas historias que casi siempre inventaba y, luego, quería que se las creyeran. Pero lo mira, y ve que la lengua de Su Merced El Príncipe está azul.
- ¡Caramba, Majestad! – le dijo, haciendo la señal de la cruz - ¡Lo qué ha cambiado de color, es la lengua de Su Merced!
Carlucho XVIII no tiene un espejo para mirarse, y de verdad, no era un objeto que un príncipe llevara al pasear por las orillas de un río, ni por otros sitios. Asomarse a las aguas del río, así como están, le da un poco de miedo. Pero observa que, de arriba abajo, de la barbilla a los pies, la sotana del cura está coloradita, y tan hermosa en colores como las mejillas de la princesa de sus sueños, a quien tanto quiere.
Aquello le causa tanta risa, que se va corriendo para contarles al Rey, su padre, a su madre la reina, a los nobles de la corte e, incluso – por qué no -, a los sirvientes del palacio que la sotana del cura cambió de color.
Cuando llega al palacio se da cuenta que allí todo ha cambiado sus colores. Los árboles de sus jardines tienen las hojas rojas, los troncos azules, los nidos amarillos. Las rosas están violetas; las violetas, blancas; los girasoles, negros; las flores de lis regias, verdes; los jazmines, morados.
Los muros de granito, al igual que las paredes y rejas del palacio, han quedado con el tenue color de las rosas de té. Las paredes de sus casas, que eran blancas, están amarillas, azules, naranjas, violetas... Sus techos, de tejas, en extrañas combinaciones con los colores de las puertas, ventanas y paredes. Los caballos, rosados. Las ovejas, verdes. Las vacas, azules. Los canarios, negros. Los tordos y los cuervos, blancos. Los loros, marrones. Las alas de las mariposas – tan llenas de colores – están transparentes. Se ve a través de ellas, como si fueran los cristales de una ventana. Los montes y colinas que rodean al castillo, rojos. El sol azul, el cielo amarillo, las nubes...
- ¿Y, las personas?
- ¿Las personas?... No es que hubiera cambiado de color, pero está fuera de sus casas comentando. Más que comentando: discutiendo sobre el asunto. Y, lo hacen de una manera tan acalorada, tan apasionada, que hasta las palabras parece que tuvieran color.
Escuchándola, un niño que acaba de cumplir siete años, codea a Carlucho XVIII, con una sonrisa señala al grueso grupo de personas, y le dice:
- Poco entiendo a los adultos. Cada vez, los entiendo menos. Se enredan por cualquier cosa. Ahí los tienes, Nuestra Majestad: pelean y pelean, y no se han dado cuenta que un arco iris se posó sobre el castillo.
¡Abuelo viejo nunca muere!
- ¿Sí?
- Sí.
- Pero ¿por qué sí?
- Pues porque sí.
- ¿Y si yo te dijera que no?
- ¿Qué no?
- No.
- Dime, abuelo, el por qué de ese no.
- Dime tú, muchachito, el por qué de ese sí.
Se hizo un prolongado silencio, sólo interrumpido por el inquieto picoteo de las palomas correteando por la acera, el chillido de los periquitos, el canto sonoro de los canarios y el paso de algún carro por las empedradas calles de aquel pueblo.
- Ocho y ocho dieciséis.
- Adelante.
- Dieciséis y dieciséis son treinta y dos...
- Vamos.
- Treinta y dos y treinta y dos son sesenta y cuatro.
- ¿Y...?
- Con sesenta y cuatro años ya no se es un niño.
- Claro.
- Te puedes morir en cualquier momento.
- ¡Caramba!
- ¿Y que sería de mí sin ti, en este pueblo?
- Como si eso fuera para preocuparte: ¡abuelo viejo nunca muere!
Además, ¿tú, no sabes que siempre hay algo que hacer en este mundo?
Mientras esto suceda, no puedo irme de aquí.
Santiago comenzó a recordar cómo el abuelo se levantaba temprano a regar las matas del jardín de la abuela, y las de su propia huerta.
Les quitaba las hierbas malas, les removía la tierra y abonaba cuando notaba que les hacía falta. Rastrillaba los senderos para quitarles las hojas secas desprendidas de los árboles frutales. Les quitaba a éstos ramitas u hojas innecesarias.
Limpiaba y renovaba de alimentos y agua fresca las jaulas de los periquitos y canarios. Alimentaba a su perro Martino, y lo sacaba a pasear dando unas vueltas por la manzana.
Luego, desayunaba, para seguir trabajando en la huerta y el jardín hasta bien entrada la mañana.
A las once, se daba un baño, iba hasta el quiosco de la esquina a recoger el periódico. Regresaba, para sentarse en su reposera, bajo la mata de mango, a leerlo. Totalmente, incluso, hasta los comerciales.
- Hay que estar informado de todo – comentaba.
Martino, en tanto, se sentaba a sus pies y dormitaba tranquilo, como cuidándolo. El abuelo, como si no lo notara.
En esos momentos, también, era cuando arreglaba algún juguete dañado de Santiago.
A las doce, ni un minuto más, ni un minuto menos, almorzaba. Lento, disfrutando cada bocado.
Luego, el abuelo se echaba un sueñecito. Al despertar, no más de una hora, salía de compras, “de lo que hiciera falta”, o a visitar algún amigo o a hacerle un “mandado” a la abuela.
Retornaba como a las cinco y, antes de la caída del sol ya había regado nuevamente el jardín y la huerta, limpiado las jaulas de los pericos y canarios, para pasear otra vez a Martino. Se daba otro baño, se vestía para esperar la cena.
Ese era el momento de alegría de Santiago porque el abuelo le leía algún libro, le contaba de su vida – de aquellos tiempo cuando él era joven o muchachito - o le narraba alguna historia que le había contado su abuelo, o algún vecino.
- ¡Sí!
- ¿Sí?
- Qué tienes razón, abuelo. Qué hay mucho que hacer en este pueblo. Por ello, es seguro lo que dices: “¡abuelo viejo nunca muere!”
Desde ese día, y por las dudas, Santiago decidió que tenía que ayudar al abuelo para que tuviera mucho trabajo, que también era una manera de ayudarse a sí mismo.
Por mucho tiempo se las ingenió para que eso sucediera.
Aprovechando que el abuelo estuviera trabajando en otra cosa, o en un descuido, le desarreglaba un cantero, colocaba hojas secas por los senderos, maltrataba una mata, volcaba la comida de los pericos o de los canarios, dañaba por gusto sus juguetes....
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Han pasado los años. Muchos.
El abuelo ya no está. Santiago con sus canas, tiene ante sí a su nieto.
No está seguro de contarle este cuento.
El muchachito le ha hablado.
- ¿Si?
- Sí.
- Pero ¿por qué sí?
- Pues porque sí.
- ¿Y si yo te dijera que no?
- ¿Qué no?
- No.
- Dime, abuelo, el por qué de ese no.
- Dime tú, muchachito, el por qué de ese sí.
Se hizo un prolongado silencio, sólo interrumpido por el molesto ulular de alguna sirena, los cornetazos de algún autobús, el paso inquieto de algún transeúnte oído por la ventana abierta de aquel edificio en la ciudad donde vivía desde hacía muchos, muchísimos, años.
Por la ventana entró un colibrí, venido quien sabe de dónde, que revoloteó frente a Santiago.
- ¿Existirá la muerte? -se dijo el abuelo para sí-. ¿Y, si sólo es que la vida no cambia, sino que se transforma?
El avecita se fue y Santiago rompió el silencio:
- Te voy a contar algo que me pasó cuando tenía tu edad...
Y le narró esta historia.