Un padre y un hijo pasaron una semana en una humilde y pequeña granja de unos parientes lejanos.
El padre deseaba que el muchacho, consentido y algo perezoso, conociera la vida dura y sacrificada de aquella familia para que valorara todo lo que tenía.
Ya de regreso a casa, el padre preguntó:
-¿Qué te ha parecido el viaje?
-Me ha gustado, papá.
-¿Has visto que pobre puede ser la gente?
-Sí.
¿Y qué has aprendido?
-He visto que nosotros tenemos un perro en casa y que ellos tiene cuatro. Nosotros tenemos una piscina de unos pocos metros de largo y ellos tienen un arroyo que no tiene fin. Nosotros tenemos luces para alumbrar el jardín de noche y ellos tienen todas las estrellas del cielo. Nuestro jardín limita con la valla que separa nuestra casa de la casa del vecino. El suyo limita con el horizonte. Ellos siempre tienen tiempo para reunirse en torno a la mesa y conversar sobre lo que han hecho durante el día o lo que le ocurrió al vecino... Vosotros os pasáis el día trabajando y cuando llega la noche estáis tan cansados que casi no encontráis el momento para compartir nada...
El padre contemplaba a su hijo en silencio, con sorpresa y ternura a un tiempo.
Y el hijo añadió:
-¡Gracias, papá, por enseñarme lo ricos que podemos llegar a ser!