Reina de las nieves, cuentos para niños, leyendas Kay y Gerda

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La Reina de las Nieves - Hans Christian Andersen 1805-1875

PRIMER EPISODIO - El Espejo y el Trozo de Espejo

Pues bien, comencemos. Cuando lleguemos al final de este cuento, sabremos algo más de lo que ahora sabemos. Érase una vez un duende malvado, uno de los peores: el Diablo. Cierto día se encontraba el diablo muy contento, pues había fabricado un espejo dotado de una extraña propiedad: todo lo bello y lo bueno que en él se reflejaba, menguaba y menguaba... hasta casi desaparecer; todo lo que no valía nada y era malo y feo, resaltaba con fuerza, volviéndose peor aún de lo que antes era. Los paisajes más encantadores aparecían en él como platos de espinacas hervidas y las personas más buenas se hacían repulsivas o se reflejaban con la cabeza abajo, como si no tuvieran vientre y con sus caras tan desfiguradas que era prácticamente imposible reconocerlas; si se tenía una peca, se podía estar seguro de que la nariz y la boca quedarían cubiertas por ella. El diablo consideraba todo esto tremendamente divertido. Si alguien se hallaba inmerso en un pensamiento bueno y piadoso, aparecía en el espejo con una mueca diabólica, que provocaba las carcajadas del duende-diablo por su astuta invención. Todos los que acudían a la escuela de duendes - pues había una escuela de duendes - contaban por todas partes que se había producido un milagro; por fin se podría ver, decían, el verdadero rostro del mundo y de sus gentes. Fueron a todas partes con su espejo y, finalmente, no quedó ni un hombre ni un país que no hubiera sido deformado. Se propusieron entonces volar hasta el mismo cielo para burlarse de los ángeles y de Nuestro Señor. Cuanto más alto subían, más muecas hacía el espejo y más se retorcía, hasta el punto que casi no podían sujetarlo; volaron cada vez más alto y cuando ya se encontraban cerca de Dios y de los ángeles, el espejo pataleó tan furiosamente con sus muecas que se les escapó de las manos y vino a estrellarse contra la tierra, rompiéndose en centenares de millones, o mejor, en miles de millones de añicos, y quizá más, de esta manera, hizo mucho más daño que antes, ya que la mayor parte de sus trozos apenas eran más grandes que un grano de arena y se esparcieron por el aire llegando a todo el mundo; cuando uno de esos diminutos fragmentos se metía en el ojo de alguien, allí se quedaba, y a partir de ese momento todo lo veían deformado, apreciando sólo el lado malo de las cosas, pues cada mota de polvo de espejo conservaba la propiedad que había tenido el espejo cuando estaba entero. Lo más terrible fue que, a más de uno, alguna de estas minúsculas partículas se le alojó en el corazón, con lo que éste quedaba convertido de inmediato en un trozo de hielo. Se encontraron también algunos trozos lo bastante grandes para ser utilizados como cristales de ventana, pero ¡que nadie se le ocurriese mirar a través de ellos amigos! Otros fragmentos fueron utilizados para gafas, y cuando alguien se las ponía con la intención de ver mejor, lo que contemplaba era sencillamente espantoso. El maligno reía hasta estallar de risa, cosa que a él le producía una sensación sumamente agradable.

Todavía ahora, andan flotando por el aire pequeños átomos de espejo. Escuchad a continuación lo que sucedió con uno de ellos.

SEGUNDO EPISODIO - Un Niño y una Niña

En una gran ciudad - uno de esos lugares tan llenos de casas y de gentes, donde no hay suficiente espacio para que todos puedan tener un pequeño jardín y donde, en consecuencia, los que allí vivían deben contentarse con unas cuantas macetas -, había dos pobres niños que, sin embargo, tenían un jardín algo más grande que un simple tiesto de flores. No eran hermanos, pero se querían tanto como si lo fueran. Las familias vivían en sendas buhardillas, justo enfrente una de otra; allí donde el tejado de una casa tocaba casi al de la otra, se abrían un par de pequeñas ventanas, una en cada buhardilla; bastaba dar un pequeño salto sobre los canalones que corrían junto a los aleros para pasar de una ventana a otra. Cada familia tenía delante de su correspondiente ventana un cajón grande de madera en el que cultivaban hortalizas, que más tarde pasarían a la mesa, y en que crecía también un pequeño rosal; los dos rosales, uno en cada cajón, crecían fuertes y hermosos. Un día, los padres tuvieron la idea de colocarlos perpendicularmente a los canalones, de modo que casi llegaban de ventana a ventana, ofreciendo el aspecto de dos verdaderos jardines. Los tallos de los guisantes colgaban a ambos lados y los rosales alargaban sus ramas enmarcando las ventanas e inclinándose cada uno hacia el otro; parecían dos arcos de triunfo de hojas y de flores. Como los cajones estaban situados muy altos, los niños sabían que no debían trepar hasta ellos, aunque a veces les daban permiso para subir y reunirse, sentándose bajo las rosas en sus pequeños taburetes. Jugar allí era una verdadera delicia. Pero esta diversión les estaba vedada durante el invierno. Con frecuencia las ventanas se cubrían de escarcha y entonces los niños calentaban en la estufa una moneda de cobre, poniéndola a continuación sobre el helado cristal de la ventana; conseguían así una magnífica mirilla perfectamente redonda; detrás, espiaba un ojo afectuoso, uno en cada mirilla. El niño se llamaba Kay, y la niña, Gerda. Durante el verano podían reunirse con sólo dar un salto, en invierno había que bajar muchos pisos y subir otros tantos; afuera, los copos de nieve revoloteaban en el aire. - Son abejas blancas que juegan en el aire - decía la abuela. - ¿También ellas tienen una reina? - preguntaba el niño, sabiendo que las verdaderas abejas tienen. - ¡Claro que si!- decía la abuela-. Vuela en medio del grupo más denso, es la más grande de todas y jamás se queda en tierra, pues, en cuanto toca el suelo, vuelve a partir enseguida hacia las nubes. A menudo, en las noches de invierno, recorre las calles de la ciudad, mira por las ventanas y entonces los cristales se hielan de forma extraña como si se cubrieran de flores. - ¡Sí, sí, yo lo he visto! - dijeron a la vez los niños, comprobando así que la abuela no mentía. - ¿Puede venir aquí al Reina de las Nieves? - Preguntó la niña. - ¡Que venga! - dijo el niño - La pondré sobre la estufa y se derretirá. La abuela le acarició los cabellos y le contó otras historias. Por la noche, cuando el pequeño Kay estaba a medio desnudarse, se subió a la silla que había junto a la ventana y cerrando un ojo miró por su pequeña mirilla redonda; en la calle, caían algunos copos de nieve; uno de ellos, el más grande, quedó al borde del cajón de flores; el copo creció y creció y acabó por convertirse en una mujer, vestida con un maravilloso manto blanco que parecía estar hecho de millones de copos estrellados. Era de una belleza cautivadora, aunque de un hielo brillante y enceguecedor y, sin embargo, tenía vida; sus ojos centelleaban como estrellas, mas no había en ellos ni calma ni sosiego. Hizo una seña con la cabeza y, mirando hacia la ventana, levantó su mano. El niño se llevó tal susto que cayó de la silla; le pareció entonces que un gran pájaro pasaba volando delante de su ventana. El día siguiente fue frío y seco... luego vino el deshielo... y, por fin, llegó la primavera. Brillaba cálido el sol, comenzaban las yemas a despuntar en los árboles, construían sus nidos las golondrinas, se abrían las ventanas en las casas y los dos niños se sentaban de nuevo en su pequeño jardín, allá arriba, junto al canalón que discurría a lo largo del tejado. Las rosas florecieron aquel año en todo su esplendor; la niña había aprendido un salmo que hacía referencia a las rosas y que le hacía pensar en las suyas cada vez que lo cantaba; se lo enseñó a su amigo y los dos cantaron juntos: Las rosas en el valle crecen, el Niño Jesús les habla y ellas al viento se mecen. Los niños se cogían de la mano, besaban los capullos acariciados por la luz pura del sol de Dios y les hablaban como si el Niño Jesús hubiera estado allí. ¡Qué maravillosos, aquellos días de verano! ¡Qué delicia estar junto a los hermosos rosales que parecían no cansarse nunca de dar flores! Kay y Greda estaban sentados, mirando un álbum de animales y pájaros... sonaron las cinco en el reloj del campanario... de repente Kay exclamó: - ¡Ay, me ha dado un pinchazo el corazón! ¡Y algo me ha entrado en el ojo! La pequeña Greda tomó entre sus manos la cabeza da Kay; él parpadeó; no, no se veía nada. - Me parece que ya ha salido - dijo Kay. Pero no, no había salido. Era precisamente una mota de polvo e cristal procedente del espejo; lo recordáis ¿verdad? El espejo del duende, el horrible espejo que hacía pequeño y feo todo lo que era bueno y hermoso, mientras que lo bajo y lo vil, cualquier defecto por pequeño que fuera, lo agrandaba de inmediato. Al pobre Kay se le había clavado una esquirla de cristal en su corazón, que pronto se convertiría en un bloque de hielo. No sentía ya ningún dolor, pero el cristal seguía allí. - ¿Por qué lloras? - Preguntó Kay a su amiguita- Estás muy fea cuando lloras. ¡Bah! ¡Mira: esa rosa está comida por un gusano y aquella otra crece torcida! ¡Son feas, tan feas como el cajón en el que crecen! Y de una patada arrancó las dos rosas. - ¡Kay! ¿Qué haces...? - gritó la niña mirándole asustada. Kay arrancó aún otra rosa y rápidamente se metió por la ventana dejando allì sola a la pequeña Gerda. Cuando poco después la niña volvió a su lado con el álbum, Kay le dijo que aquello estaba bien para los bebés, pero no para él. Si la abuela les contaba cuentos, él siempre encontraba algún motivo para burlarse y en cuanto podía la imitaba a sus espaldas ridiculizando sus palabras y sus gestos; la verdad es que lo hacía a la perfección y todo el mundo se reía a carcajadas. Pronto se acostumbró a imitar y a burlarse de cualquiera que pasara por la calle. Todo lo que en los demás había de singular o de poco agradable era ridiculizado por el muchacho; la gente decía de él: - ¡Qué inteligente es este chico! Se dedicaba incluso a mortificar a la pequeña Gerda, que le quería con toda su alma. El cristal que le había entrado en el ojo y el que se había alojado en su corazón eran la causa de todo. Sus juegos tampoco eran a como antes: se había vuelto mucho más serio. Un día de invierno que caía una fuerte nevada, Kay sacó una lupa y extendió una punta de su chaqueta azul para que cayeran sobre ella algunos copos. - Mira a través de la lupa, Gerda - le dijo. Los copos aparecían mucho más grandes y tenían el aspecto de flores magníficas o de estrella de diez puntas; era realmente precioso. - Fíjate que curioso- continuó Kay - Es más interesante que las flores de verdad. No hay en ellos el menor defecto; mientras no se funden, los copos son absolutamente perfectos. Unos días después, se acercó a Gerda con las manos enfundadas en unos gruesos guantes y con su trineo a la espalda; gritándole al oído, le dijo: - ¡Me han dado permiso para ir a jugar a la Plaza Mayor! Y hacia allí se marchó. En la plaza, los chicos más atrevidos solían atar sus trineos a los carros de los campesinos para ser remolcados por ellos. Aquello era la mar de divertido. Cuando estaban en pleno juego, llegó un gran trineo, completamente blanco, conducido por una persona envuelta en un abrigo de piel blanco y con un gorro de piel igualmente blanco en la cabeza; dio dos vueltas a la plaza y Kay enganchó rápidamente su pequeño trineo al que acababa de llegar; juntos, comenzaron a deslizarse por la nieve. Cogieron más velocidad y salieron de la plaza por una calle lateral; la persona que conducía el trineo grande volvió la cabeza e hizo a Kay una seña amistosa, como si ya se conocieran de antes, cada vez que Kay intentaba desenganchar su trineo, el desconocido volvía la cabeza y Kay se quedaba inmóvil en su asiento; franquearon así las puertas de la ciudad y se alejaron. La nieve empezó a caer tan copiosamente que el niño apenas podía ver a un palmo por delante de su nariz; intentó aflojar la cuerda que le mantenía unido al trineo grande, pero no lo consiguió: estaban bien enganchados y corrían ta veloces como el viento. Gritó con todas sus fuerzas, mas nadie le oyó; la nieve seguía cayendo y el trineo avanzaba tan rápido que parecía volar, aunque a veces daba brincos, como si saltase sobre zanjas y piedras. Kay estaba tremendamente asustado, quiso rezar el Padrenuestro y sólo consiguió recordar la tabla de multiplicar. Los copos caían cada vez más gruesos y parecían ya gallinas blancas; de pronto, se hicieron a un lado, el gran trineo se detuvo y la persona que lo conducia se levantó; su abrigo y su gorro eran tan sólo de nieve. Se trataba de una mujer alta y esbelta, de blancura deslumbrante: La Reina de las Nieves. - Hemos hecho un largo camino - dijo ella - ¿Tienes frío? Ven, métete bajo mi abrigo de piel de oso. Le montó en su trineo, extendió su abrigo sobre él y Kay creyó desaparecer entre un montón de nieve. - ¿Todavía tienes frío? - le preguntó, besándole en la frente. ¡Ay!, aquel beso era más frío que el hielo y le penetró hasta el corazón que, por otra parte, era ya casi un bloque de hielo. Le pareció que iba a morir... pero esa sensación no duró más que un instante, después dejó de sentir el frío intenso que le rodeaba. - ¡Mi trineo! ¡No olvides mi trineo! Eso fue lo primero en que pensó. La Reina de las Nieves lo ató a la espalda de una de las gallinas blancas que volaban tras ellos y a continuación besó a Kay una vez más y esté olvidó a la pequeña Gerda, a la abuela y a todos los que habían quedado en su casa. - No te volveré a besar - le dijo ella- Un beso más te mataría. Kay la miró; era hermosa, no podía imaginar un rostro que irradiara una inteligencia y un encanto semejantes; no tenía aquel aspecto de hielo, como cuando le hizo una seña a través de la ventana; a sus ojos, era perfecta y no le inspiraba ya ningún temor; le contó que sabía calcular de memoria, incluso con fracciones, que conocía perfectamente la geografía del país y el número de sus habitantes; mientras todo eso le contaba, ella no dejaba de sonreír. No obstante, Kay tenía la impresión de que todo cuanto sabía no era suficiente. Miró hacia arriba, el espacio infinito; la Reina de las Nieves lo tomó en sus brazos y juntos ascendieron por el aire; atravesaron oscuros nubarrones, donde el rugir del huracán evocaba en su mente el recuerdo de antiguas canciones; volaron por encima de bosques y de lagos, de mares y montañas; debajo, silbaba el viento, graznaban las cornejas y aullaban los lobos sobre un fondo de resplandeciente nieve. Arriba, en lo alto, una luna grande y fulgurante iluminaba el cielo y Kay la contempló durante toda aquella larga noche de invierno. Al llegar el día, dormía a los pies de la Reina de las Nieves.

TERCER EPISODIO - El Jardín de la Hechicera

¿Qué fue de la pequeña Gerda cuando Kay desapareció? ¿Y dónde estaba éste? Nadie sabía nada, nadie supo dar noticias suyas. Lo único que sus amigos pudieron decir era que lo habían visto enganchar su pequeño trineo a otro, grande y magnífico, y que internándose por las calles habían salido de la ciudad. Nadie sabía dónde podía encontrarse y todos los que le conocían quedaron profundamente afectados por su desaparición, en especial la pequeña Gerda, que lloro y lloró durante mucho tiempo; poco después, se empezó a decir que Kay había muerto, que se había ahogado en el río que pasaba junto a los muros de la ciudad. ¡Oh, qué largos y sombríos fueron aquellos días de invierno! Por fin llegó la primavera y con ella los cálidos rayos del sol. -Kay ha muerto y ya nunca volverá - decía la pequeña Gerda. -No lo creo- dijo el sol -Ha muerto y ya nunca volverá - les dijo a las golondrinas. - No lo creemos -respondieron ellas; al final, también Gerda terminó por creer que Kay no había muerto. - Me pondré mis zapatos nuevos - dijo una mañana -, los rojos, que Kay nunca llegó a conocer, me acercaré al río y le preguntaré por él. Salió muy temprano de su casa, dio un beso a la abuela, que dormía todavía y , calzada con sus zapatitos rojos, salió sola de la ciudad dirigiéndose hacia el río. - ¿Es cierto que te has llevado a mi amigo? Te regalaré mis zapatos rojos si me lo devuelves. Le pareció que las aguas le hacían una señal extraña; cogió entonces sus zapatos, lo que para ella era más querido, y los arrojó al río; cayeron muy cerca de la orilla y las aguas los llevaron de nuevo hacia tierra, el lugar en que Gerda se encontraba; parecía que el río, no teniendo al pequeño Kay, no quería aceptar la ofrenda que la niña le ofrecía; como pensó que no los había tirado suficientemente lejos, se subió a una barca que había entre las cañas y desde allí los arrojó de nuevo. Pero la barca no estaba bien amarrada y los movimientos de Gerda la hicieron apartarse de la orilla. Cuando se dio cuenta de lo que ocurría, quiso volver atrás, pero ya era demasiado tarde: la barca se encontraba a varios metros de la orilla y se deslizaba río abajo impulsada por la corriente. La niña se asustó y echó a llorar; sólo los gorriones podían escucharla, mas no les era posible llevarla de nueva a tierra; los pajarillos volaron a su alrededor y trataban de consolarla cantando: "¡Aquí estamos! ¡Aquí estamos!" La barca seguía avanzando, empujada por la corriente; la pequeña Gerda se quedó inmóvil con sus pies descalzos; sus zapatitos rojos flotaban tras ella, fuera de su alcance, pues la barca navegaba más deprisa. A ambos lados del río el paisaje era bellísimo: llamativas flores y viejísimos árboles se destacaban sobre un fondo de colines donde pastaban ovejas y vacas; pero ni un solo ser humano se veía en parte alguna. "Quizás el río me conduzca hasta el pequeño Kay", se dijo a sí misma, y ese pensamiento la puso de mejor humor; se levantó y durante varias horas contempló las verdes y encantadoras riberas; llegó así junto a un gran huerto de cerezos en el que se alzaba una casita con un tejado de paja y extrañas ventanas pintadas de rojo y de azul; ante la casa, dos soldados de madera presentaban armas a quienes pasaban por el río. Gerda les llamó, creyendo que eran soldados de verdad, pero, naturalmente, sin recibir respuesta; llegó muy cerca de donde ellos se encontraban, pues el río impulsaba directamente la barca hacia la orilla. Gerda gritó entonces con más fuerza y una mujer apareció en la puerta: era una vieja que se apoyaba en un bastón y se cubría la cabeza con un sombrero de alas anchas pintado con bellísimas flores. - ¡Pobre niñita! - exclamó la vieja- ¿Cómo has venido por este río de tan fuerte corriente? ¿Cómo has recorrido tan largo camino a través del ancho mundo? La vieja se adentró en el agua, enganchó la barca con su bastón, tiró de él y llevó a Gerda hasta la orilla. La niña se sintió feliz de estar otra vez en tierra firme, aunque tenía un cierto miedo de la vieja desconocida. Ésta le dijo: - Ven a contarme quién eres y cómo has llegado hasta aquí. Gerda se lo contó y la vieja, moviendo de vez en cuando la cabeza, decía: "Humm... Humm!". Una vez le hubo relatado todo, le preguntó si había visto pasar por allí al pequeño Kay; la mujer respondió que no, que Kay no había pasado ante su casa, pero que sin duda vendría y que no debía preocuparse! ahora lo que tenía que hacer era comer sus cerezas y contemplar sus flores, mucho más bellas que las que aparecen en los libros; además, cada una de ellas sabía contar un cuento. La vieja cogió a Gerda de la mano, entró con ella en la casa y cerró la puerta. Las ventanas estaban muy altas, los cristales eran rojos, azules y amarillos y, en el interior, la luz adquiría tonalidades extrañas; había sobre la mesa un plato de riquísimas cerezas y Gerda comió tantas como quiso, pues para eso no le faltaba valor. Mientras comía, la vieja la peinaba con un peine de oro; sus hermosos cabellos rubios caían rizados y brillantes enmarcado su linda carita de rosa. - Siempre tuve deseos de tener una niña como tú - dijo la vieja - Ya verás qué bien nos llevamos las dos. A medida que le peinaba los cabellos, más y más la pequeña Gerda se olvidaba de Kay, su compañero de juegos, pues la vieja, aunque no era malvada, sabía de magia; en realidad, sólo ponía en práctica sus artes mágicas para distraerse y, por el momento, lo único que pretendía era retener a su lado a la pequeña Gerda. Con este propósito, la anciana salió al jardín, extendió su cayado hacia los rosales, que estaban cargados de bellísimas rosas, y al instante todos ellos desaparecieron, hundiéndose bajo la tierra negra; no quedó ni el menor rastro de ellos. La vieja temía que si Gerda veía las rosas se acordaría del pequeño Kay y querría marcharse a proseguir su búsqueda. Luego, condujo a Gerda al jardín de las flores... ¡Oh, qué fragancia y qué esplendor! Había allí flores de todas las estaciones del año; en ningún libro de láminas podría encontrarse tanta belleza y variedad. La niña daba saltos de alegría y disfrutó del jardín hasta que el sol se ocultó por detrás de los cerezos; por la noche, durmió en un magnífico lecho con mantas de seda roja bordadas con violetas azules y tuvo unos sueños tan hermosos como los de una reina en el día de su boda. A la mañana siguiente, estuvo de nuevo en el jardín, jugando con las flores bajo los cálidos ratos del sol... así pasaron muchos días. Gerda conocía todas y cada una de las flores y, a pesar de todas las que había, tenía la sensación que allí faltaba alguna, aunque le resultara imposible decir cuál. Un buen día, mientras estaba sentada en el jardín, se fijó en el gran sombrero de la vieja, lleno de flores pintadas, y observó que las más bella era justamente una rosa. La vieja se había olvidado de quitarla del sombrero cuando hizo desaparecer a las otras bajo tierra. ¡No se puede estar en todo! "¡Cómo! - se dijo Gerda - ¡No hay ninguna rosa en el jardín!" Corrió hacia los macizos de flores, buscó y rebuscó, pero no consiguió encontrar ningún rosal; muy triste, se sentó en el suelo y se puso a llorar; sus lágrimas fueron a caer precisamente sobre el lugar en que antes crecía un hermoso rosal y del suelo regado con sus lágrimas surgió de repente un arbusto, tan florido como en el momento en que la vieja lo había enterrado; la niña lo rodeó con sus brazos, besó las rosas y se acordó de las que tenía en el jardín de su buhardilla y, al mismo tiempo, de su amigo Kay. - ¡Oh, cuánto tiempo he perdido! - exclamó la niña- Debo encontrar a Kay... ¿Sabéis dónde está?- preguntó a las rosas - ¿Creéis que ha muerto? - No, no ha muerto - respondieron las rosas- Nosotras hemos estado bajo tierra, donde están todos los muertos, y Kay no estaba allí. - ¡Gracias! - dijo la pequeña Fue a ver a otras flores y mirando en sus cálices les preguntó:

- ¿Sabéis dónde está Kay? Pero cada flor, vuelta hacia el sol, soñaba su propio cuento o imaginaba su propia historia; Gerda escuchó muchos de estos cuentos, pero ninguna flor sabía nada sobre Kay. ¿Qué le dijo el lirio rojo? - Escucha el tambor: ¡Bum! ¡Bum! No da más que dos notas, siempre igual: ¡Bum! ¡Bum! ¡Escucha el canto fúnebre de las mujeres! ¡Escucha la llamada de los sacerdotes! ... Vestida con su larga túnica roja, la mujer del hindú está de pie sobre la pira; se alzan las llamas, rodándola a ella y a su marido muerto; pero la mujer piensa en el hombre que está vivo entre la multitud que la circunda y cuyos ojos arden, más brillantes que las llamas; el fuego de sus ojos abrasa el corazón de la mujer antes de ser tocada por las llamas que convertirán en cenizas su cuerpo. ¿Podrá la llama del corazón morir entre las llamas de la pira? - No comprendo nada en absoluta - dijo la pequeña Gerda. - Es mi cuento - respondió el lirio rojo. ¿Qué le dijo la enredadera? - Al final del estrecho sendero que discurre por la montaña, se levanta una antigua mansión; una hiedra tupida crece por sus muros desgastados y rojizos, hasta el balcón al que se asoma una bellísima joven; se inclina sobre él balaustrada y dirige su mirada hacia el camino. Más lozana que la más bella de las rosas, más ligera que una flor de manzano llevada por el viento, al moverse, los pliegues de su vestido de seda parecen susurrar: ¿Cuándo llegará? - ¿Te refieres a Kay? - Preguntó Gerda. - Sólo te he contado mi sueño... un cuento - respondió la enredadera. ¿Qué le dijo el narciso de las nieves? - Entre los árboles, colgada de una rama, hay una tabla suspendida de dos cuerdas y dos niñas se están columpiando en ella; sus vestidos son blancos como la nieve y de sus sombreros cuelgan cintas de seda verde que ondean al viento; el hermano mayor, de pie sobre el columpio, rodea las cuerdas con sus brazos para no caerse; en una mano sostiene una copa, en la otra, una caña para hacer pompas de jabón; el columpio se balancea y las pompas se elevan por el aire con bonitos colores irisados; la última está todavía en el extremo del tubo y se mece con el viento; el columpio se balancea. Un perrillo negro, ligero como las pompas, se levanta sobre sus patas traseras, queriendo subirse al columpio; se alza, cae, ladra, se enfada; las risas de unos niños, unas pompas que estallan en el aire... el balanceo de un columpio, una espuma que se rompe... ¡Esta es mi canción! - Es bonito lo que cuentas, pero tu tono es triste y para nada me hablas de Kay... ¿Qué le dijeron los jacintos ? - Había una vez tres hermanas encantadoras, menudas y delicadas; el vestido de la primera era rojo, el de la segunda, azul, y el de la tercera, blanco; cogidas de la mano, bailaban a la luz de la luna junto al lago apacible. El ambiente estaba perfumado, las tres hermanas desaparecieron en el bosque, aumentó la fragancia del aire ... Tres féretros, en los que yacían las tres niñas, salieron de la espesura y se deslizaron por el lago rodeados de luciérnagas que volaban a su alrededor como pequeñas luciérnagas que volaban a su alrededor como pequeñas lamparillas aladas. ¿Duermen las bailarinas? ¿O acaso están muertas? El perfume de las flores nos cuenta que están muertas. La campana de la tarde repica por los muertos... - Me pones muy triste - dijo la pequeña Gerda - Tu aroma es intenso. ¡Me haces pensar en las niñas muertas! ¡Ay! ¿Habrá muerto mi amigo Kay? Las rosas han estado bajo tierra y me aseguran que no. - ¡Din! ¡Dan! - tañeron las campanas del recinto - No tocamos por el pequeño Kay, pues no le conocemos. Sólo cantamos nuestra canción, la única que sabemos. Gerda se volvió hacia el ranúnculo amarillo, que brillaba entre el verdor reluciente de las hojas. - Eres como un pequeño y luminoso sol - le dijo Gerda- Dime, si lo sabes, dónde puedo encontrar a mi amigo. El ranúnculo miró a Gerda y brilló con intensidad ¿Qué canción le cantaría el ranúnculo? Probablemente él tampoco le hablaría de Kay. - El primer día de la primavera, el sol de Nuestro Señor lucía cálido en el cielo, acariciando con sus rayos las blancas paredes de una pequeña casita; muy cerca, florecían las primeras flores amarillas, cual oro luminoso al tibio resplandor del sol; la vieja abuela, sentada en su silla junto a la casa, esperaba la visita de su nieta, pobre y linda muchachita que trabajaba de criada; al llegar, la chiquilla abrazó a la abuela. Había oro, oro del corazón, en este beso bendecido. Oro en los labios, oro en el fondo del ser, oro en la hora del alba. Esta es mi pequeña historia - dijo el ranúnculo. -¡Mi pobre y vieja abuela! - suspiró Gerda - Sí, sin duda está inquieta y apenada por mí, tanto como por el pequeño Kay. Pero volveré pronto, llevando a Kay conmigo... Es inútil que interrogue a las flores, sólo conocen su propia canción, ¡No me dan ninguna pista! Se recogió su falda para correr mejor y cuando saltaba por encima del narciso, éste le dio un golpecito en la pierna; Gerda se detuvo, miró la esbelta flor amarilla y preguntó: - ¿Sabes tú algo, quizás...? Se inclinó sobre el narciso y... ¿Qué fue lo que le dijo? - ¡Puedo verme a mí mismo! ¡Puedo verme a mí mismo! ¡Oh, oh, oh qué bien huelo! ... Allá arriba, en la buhardilla, a medio vestir, hay una pequeña bailarina; tan pronto se sostiene sobre una pierna, como lo hace sobre las dos, todo es pura fantasía; con el pie manda a paseo a todo el mundo y vierte el agua de la tetera sobre una pieza de tela: su corsé... La limpieza es una gran cualidad; el traje blanco está colgado en la percha; también lo ha lavado con té y después lo ha puesto a secar en el tejado; la bailarina se pone su vestido y, para resaltar su blancura, rodea su cuello con una toquilla de color amarilla azafrán. ¡La pierna en alto! ¡Ahí está, erguida sobre un sólo tallo! ¡Puedo verme a mí mismo! ¡Puedo verme a mí mismo! - Todo eso me resulta indiferente - dijo Gerda -, no significa nada para mí. Y salió corriendo, corriendo hacia el otro extremo del jardín. La puerta estaba cerrada y tuvo que forzar el enmohecido picaporte, que cedió; se abrió la puerta y la pequeña Gerda, con sus pies descalzos, se lanzó de nuevo al vasto mundo. Tres veces se volvió para mirar hacia atrás, pero nadie la seguía; al rato, se cansó de correr, se sentó sobre una piedra, miró a su alrededor y comprobó que el verano había quedado atrás: era otoño avanzado; no había podido darse cuenta de ello en el jardín encantado de la vieja, donde siempre brillaba el sol y habían flores de todas las estaciones. -¡Dios mío, cuánto tiempo he perdido! - Pensó Gerda - ¡Estamos ya en otoño! ¡No puedo perder tiempo descansando!- Y se levantó, dispuesta a reemprender su búsqueda. ¡Ah, qué cansados y doloridos estaban sus pies! ¡Y qué aspecto tan frío e ingrato tenía todo a su alrededor! Los sauces estaban amarillentos y la niebla humedecía sus hojas que, una tras otra, iban cayendo sobre el suelo; sólo el ciruelo silvestre conservaba sus frutos, tan ásperos que hacían rechinar los dientes. ¡Oh que trsite y hosco parecía el vasto mundo!

CUARTO EPISODIO - El Príncipe y la Princesa

Gerda tuvo que pararse a descansar de nuevo; sobre la nieve, ante ella, saltó una corneja; el ave se quedó allí un buen rato, la miró, moviendo la cabeza, y dijo: - ¡Kra, kra! ¿Qué tal va? La corneja no sabía hablar mucho, pero estaba bien dispuesta hacia la niña y le preguntó a dónde se dirigía, tan sola por el vasto mundo. Gerda reparó especialmente en esa palabra: sola, y sintió de pronto todo lo que eso significaba; le contó su historia a la corneja y le preguntó si no había visto a Kay. La corneja sacudió la cabeza con aire reflexivo y dijo: - ¡Posible, Posible! - ¿De verdad? - gritó la niña. A punto estuvo de asfixiar a la corneja de tanto que la abrazó.

- Suavemente, suavemente. - dijo la corneja - Creo que puede tratarse del pequeño Kay, pero parece que te ha olvidado por princesa. - ¿Vive con una princesa? - Preguntó Gerda. - Sí, escucha - dijo la corneja - Tengo muchas dificultades para hablar tu idioma; si comprendes la lengua de las cornejas, te lo podré contar mucho mejor. - No, nunca la he aprendido- respondió Gerda-, aunque la abuela la sabía. ¡Y también el javanés! - Eso no me sirve de mucho - dijo la corneja - En fin, te contaré lo mejor que pueda; ya me disculparás si no me expreso bien. Y la corneja le contó lo que sabía: - En el reino del que procedo vive una princesa dotada de una inteligencia prodigiosa. Ha leído todos los periódicos que existen en el mundo... ¡Y los ha olvidado! ¡Hasta tal punto es inteligente! Hace algún tiempo, un día que se encontraba sentada en el trono -lo que, según se dice, no es nada divertido- se puso a canturrear una canción que decía: "¿por qué no me casare?". "Bueno, es una idea", pensó ella, y decidió casarse, pero quería un esposo que supiera responder a sus preguntas, un hombre que no se contentara tan sólo con tener un aspecto distinguido, pues eso acaba resultado demasiado aburrido. Convocó a todas las damas de honor, que, al enterarse de sus proyectos, le manifestaron su aprobación. "Cuánto nos complace - le dijeron-, ya habíamos pensado en ello." Lo que te cuento - advirtió la corneja - es completamente verídico, puedes creerme. Tengo una novia domesticada que circula libremente por el castillo y ella es quien me lo ha contado todo. Naturalmente, su novia era también una corneja, pues cada corneja se junta con su pareja. En los periódicos se publicó un edicto con una orla de corazones y las iniciales de la princesa; en él se anunciaba que todo joven de buen porte podía presentarse en el castillo para hablar con la princesa; aquel que se comportara de forma más correcta y demostrara ser mejor conversador, se casaría con ella. - Créeme - insistió la corneja-, lo que te cuento es tan cierto como que estoy aquí ahora mismo. Todos era muy capaces de hablar mientras estaban en la calle, pero en cuanto franqueaban las puertas del castillo, veían a la guardia con sus uniformes plateados y a los lacayos vestidos en oro por las escaleras y los grandes salones deslumbrantes de luz, se quedaban desconcertados; más aún: al llegar ante el trono, todo lo que sabían hacer era repetir la última palabra pronunciada por la princesa y que ella, naturalmente, no tenía el menor interés en escuchar de nuevo. Parecía que hubieran ingerido rapé y se hubieran quedado atontados... hasta que, de vuelta otra vez en la calle, podían hablar de nuevo normalmente. Los pretendientes formaban una larga cola que llegaba desde las puertas de la ciudad hasta el castillo. Yo mismo me acerqué a verles - dijo la corneja - Tras tantas horas de espera, terminaban por tener hambre y sed, pero nada recibían del castillo, ni tan siquiera un vaso de agua. Algunos, los más espabilados, se habían llevado rebanadas de pan con mantequilla que se negaban a compartir con nadie, pues pensaban: "Si tienen aspecto de hambrientos, no serán elegidos por la princesa". - Pero Kay, el pequeño Kay... - preguntó Gerda - ¿Cuándo llegó? ¿Estaba entre toda aquella gente? - Paciencia, paciencia, ahora llegaremos a él. Era el tercer día cuando apareció un pequeño personaje, sin caballo ni carruaje, que con paso decidido subió derecho hacia el castillo; sus ojos brillaban como brillan los tuyos, su cabello era largo y hermoso, aunque sus vestiduras eran pobres. - ¡Era Kay! - interrumpió Gerda entusiasmada - ¡Oh, lo encontré! ¡Lo encontré! - exclamaba dando palmadas. - Llevaba un pequeño morral a la espalda - continuó la corneja. - No, seguramente se trataba de su trineo - observó Gerda - Cuando desapareció llevaba consigo su trineo. - Puede ser - dijo la corneja -, no pude verlo de cerca; pero sé por mi novia domesticada que cuando entró en el castillo y vio la guarda con sus uniformes plateados y sobre las escaleras los lacayos vestidos en oro, no se intimidó en absoluto; les saludó con la cabeza y dijo: "Debe ser aburrido quedarse en las escaleras, prefiero entrar dentro". Los salones estaban deslumbrantes. Chambelanes y consejeros andaban descalzos para no hacer ruido portando bandejas de oro. ¡Era algo impresionante! A cada pisada, sus botas crujían terriblemente, pero él no parecía preocuparse lo más mínimo por eso. - Sin duda se trata de Kay - dijo Gerda-. Sé que tenía zapatos nuevos; los oí crujir en la habitación de la abuela. - Cierto, hacían mucho ruido- dijo la corneja-. Audazmente avanzó hacia la princesa, que estaba sentada sobre una perla tan grande como la rueda de una rueca; todas las damas de la corte, con sus servidores y los criados de los servidores, estaban alineados ante ella; cuanto más cerca estaban de la puerta, más orgulloso aparecía su semblante. El pequeño paje del criado de un servidor, que va siempre con pantuflas, tenía un aspecto imponente, ¡tan orgulloso se sentía de estar junto a la puerta! - Eso debe ser horrible - dijo la pequeña Gerda -¿Y consiguió Kay casarse con la princesa? - Si no hubiera sido corneja, sin duda habría sido yo el elegido, aunque lo cierto es que estoy ya prometido. En cualquier caso, parece que el joven habló tan bien como yo mismo pueda hacerlo cuando me expreso en mi lengua; mi novia domesticada así me lo ha dicho. Era intrépido y gentil; en realidad no había venido a pedir la mano de la princesa, sino tan sólo a constatar su inteligencia, que valoró en alto grado, así como la princesa, a su vez, estimó altamente la de él. - ¡Sí, seguro que se trataba de Kay! - exclamó Gerda-. Era tan inteligente que sabía calcular de memoria incluso con fracciones... ¡Oh! ¿Por qué no me introduces en el castillo? - Bueno, eso es fácil de decir, pero no tanto de hacer - respondió la corneja- No sé cómo podríamos arreglarlo... Hablaré con mi novia domesticada; seguro que no puede sugerir algo; aunque debo decirte que, habitualmente, jamás se permite la entrada en el castillo a una niña como tú. - ¡Entraré! - dijo Gerda -. Si Kay se entera de que estoy aquí, vendrá en seguida a buscarme. - Espérame allí, junto a la escalera- dijo la corneja volviendo la cabeza y emprendiendo el vuelo. Cuando regresó, ya había oscurecido. - ¡Kra, kra! - graznó- Mi novia te envía sus más cariñosos saludos; me ha dado este panecillo para ti; lo ha cogido de la cocina, donde siempre hay pan en abundancia; sin duda tendrás hambre... No te será posible entrar descalza en el castillo; la guardia de uniformes plateados y los lacayos vestidos en oro no lo permitirían; pero no llores, porque, a pesar de todo, en seguida estarás dentro. Mi novia conoce una escalera secreta, que conduce al dormitorio; ella sabe dónde se encuentra la llave. Y se encaminaros hacia el jardín atravesando la gran alameda alfombrada por las hojas que caían de los árboles; las luces se fueron apagando una a una; cuando todo estuvo oscuro, la corneja condujo a la pequeña Gerda hasta una puerta trasera que se encontraba entornada. ¡Oh, como latía el corazón de Gerda por la inquietud y la ansiedad! Parecería que iba a hacer algo malo, cuando, en realidad, sólo quería saber si se trataba de su amigo Kay; sí, tenía que ser él; pensaba en sus ojos vivos y en sus largos cabellos; creía verle sonreír, como cuando estaban sentados, allá en su casa, junto a los rosales. Sin duda, se sentiría feliz de verla, de oírle contar el largo camino que por él había recorrido, de saber lo tristes que se habían sentido todos desde el día que desapareció. ¡Oh, que miedo y que alegría a la vez! Y allí estaban ya, delante de la escalera; una pequeña lámpara irradiaba su tenue luz desde un aparador; en el centro del suelo se encontraba la corneja domesticada que movía la cabeza a un lado y a otro sin dejar de mirar a la niña; Gerda le hizo una reverencia, tal como su abuela le había enseñado. - Mi novio me ha hablado muy elogiosamente de usted, mi querida señorita - dijo la corneja domesticada-. Su currículum vitae, como se suele decir, es realmente conmovedor... Si coge usted la lámpara, yo iré delante, Iremos en línea recta, así no encontraremos a nadie. - Me parece que alguien viene por detrás de nosotros - dijo Gerda. Sintió como si un rumor pasara junto a ella; algo que parecía proceder de extrañas sombras que se deslizaran a lo largo de los muros: caballos de crines flotantes y patas delgadas, jóvenes vestidos de cazadores, damas y caballeros cabalgando... - Son sólo sueños- dijo la corneja- Vienen a sugerir ideas de caza a nuestros soberanos; tanto mejor, así podrá usted contemplarlos más a gusto mientras duermen. Si le va bien las cosas, espero que se mostrará usted agradecida... - Inútil hablar de eso- dijo la corneja del bosque. Llegaron al primer salón, tapizado de satén rosa con estampado de flores; los sueños les habían sobrepasado y marchaban tan deprisa que la pequeña Gerda no podía ver ya a los augustos personajes. Los salones, a cual más magnífico, dejarían anonadado a cualquiera que los viera; finalmente, llegaron al dormitorio. Su techo recordaba una enorme palmera con hojas de un cristal maravilloso; en medio de la habitación, engarzados en un tallo de oro, había dos lechos que parecían lirios; uno era blanco y en él descansaba la princesa; hacia el otro, de color rojo, se dirigió Gerda para comprobar si era Kay el que allí dormía; apartó uno de los pétalos rojos y vio un cuello moreno. ¡Era Kay! Le llamó en voz alta por su nombre, acercó la lámpara hacia el lecho... Los sueños cruzaron de nueva a caballo por la habitación... se despertó, volvió la cabeza y... ¡No era kay! El príncipe, aunque también joven y hermoso, sólo se le parecía en el cuello. Desde el lecho del lirio blanco, la princesa entreabrió los ojos preguntando qué sucedía. La niña se echó a llorar y contó toda su historia y lo que las cornejas habían hecho por ella. - ¡Pobre pequeña!- dijeron el príncipe y la princesa; alabaron la actitud de las cornejas y dijeron que no estaban enfadados con ellas, aunque aquello no debía volver a repetirse. Sin embargo, tendrían su recompensa. - ¿Queréis volar en libertad? - preguntó la princesa - ¿O preferís el cargo de cornejas de corte con derecho a todos los desperdicios de la cocina? Las dos cornejas, haciendo una solemne reverencia, aceptaron el cargo que se les ofrecía, pues pensaban en su vejez y creyendo que era una buena oportunidad para asegurarse su futuro. El príncipe se levantó de su lecho e invitó a Gerda a que se acostara en él: era todo lo que podía hacer por ella. La niña juntó sus manitas y pensó: "¡Qué buenos son los hombres y los animales!". Cerró los ojos y durmió profundamente. Los sueños regresaron en segudia por el aire, mas esta vez como ángeles de Dios que arrastraban un pequeño trineo en el que iba sentado Kay; pero aquello eran sólo ensoñaciones que desaparecieron en el mismo momento que la niña se despertó. A la mañana siguiente, la vistieron de pies a cabeza con sedas y terciopelos; le ofrecieron quedarse en el castillo donde tan feliz podría ser, pero ella tan sólo quería un pequeño carro con un caballo y un par de zapatitos para lanzarse de nuevo por esos mundos de Dios a proseguir la búsqueda de Kay. Le regalaron un par de zapatos y un manguito; le dieron también un hermoso traje y cuando se dispuso a partir se encontró con una magnífica carroza de oro que la esperaba ante la puerta; sobre ella, el escudo con las armas de los dos príncipes brillaba como una estrella; cochero, sirvientes y postillones, pues también había postillones, vestían libreas bordadas con coronas de oro. El príncipe y la princesa ayudaron a Gerda a subir al coche y le desearon buen viaje. La corneja domesticada, ahora ya casada, la acompañó durante las tres primeras leguas; se sentó a su lado, ya que no podía soportar ir en dirección contraria a la marcha; la otra corneja se quedó en la puerta batiendo sus alas; no podía acompañarles, pues desde que tenía un cargo en la corte y comida en abundancia, sufría de fuertes dolores de cabeza. La carroza estaba abarrotada de bizcochos y bajo el asiento había gran cantidad de frutas y panes de especias. - ¡Adiós, Adiós! - se despidieron el príncipe y la princesa. La pequeña Gerda lloró y también la corneja del bosque... Recorrieron las tres primeras leguas y la corneja domesticada tuvo que decirle adiós; fue una separación muy penosa; voló hacia un árbol y agitó sus alas negras hasta que la carroza, que brillaba como el sol, se perdió de vista tras un recodo del camino.

QUINTO EPISODIO - La Hija del Bandido

Atravesaban un bosque sombrío, donde la carroza resplandecía como una antorcha, lo que llamó la atención de los bandidos. No podían dejar escapar aquella presa. -¡Es de oro! ¡Es de oro! - gritaron, precipitándose sobre ella; detuvieron a los caballos, dieron muerte a los cocheros y sacaron del coche a la pequeña Gerda. -¡Está rolliza y hermosa! La han cebado con pan de especias - dijo la mujer al bandido que tenía una barba enmarañada y unas cejas que le caían hasta los ojos- Es tierna como un cordero cebón, ¡Qué rica estará! - Y diciendo esto, sacó su afilado cuchillo que brilló con resplandor siniestro. - ¡Ahh! - Chilló la mujer: su propia hija, a la que llevaba a la espalda, le acababa de propinar un tremendo mordisco en la oreja. La muchacha era salvaje y mal educada como no se pueda imaginar. - ¡Maldita niña! - exclamó la madre, que no pudo así matar a Gerda. - ¡Quiero esta niña para que juegue conmigo! - dijo la hija del bandido- Quiero que me dé su manguito y su vestido y que duerma conmigo en la cama. Y la mordió de nuevo con tal fuerza que la mujer dio un salto en el aire retorciéndose, mientras los bandidos se echaban a reír, diciendo: -¡Mirad cómo baila con su hija! -¡Quiero montar en la carroza! - gritó la hija del bandido. Y cuando la chiquilla quería algo, había que dárselo, pues además de consentida, era terca como ella sola. Tomó asiento junto a Gerda en la carroza y se adentraron por el bosque traqueteando entre tocones y malezas. La hija del bandido era tan alta como Gerda, aunque más fuerte, más ancha de hombros y de piel más oscura; sus ojos, de un negro intenso, revelaban una expresión de tristeza. Cogió a la pequeña Gerda por la cintura y le dijo: - No te matarán mientras yo no me enfado contigo. ¿Eres una princesa? - No - dijo la pequeña Gerda, contando lo que le había ocurrido y lo mucho que quería al pequeño Kay. La hija del bandido miraba con aire grave; hizo un movimiento de cabeza y dijo: - No te matarán, ni siquiera aunque yo me enfado contigo; en ese caso seré yo misma quien lo haga. Secó los ojos de Gerda y metió sus manos en el bello manguito tan suave y caliente que era. La carroza se detuvo; se encontraban en el patio del castillo de los bandidos, cuyos muros estaban agrietados de arriba abajo; cuervos y cornejas salieron volando de agujeros y grietas y dos grandes perrazos, con aspecto de poder devorar a un hombre, daban grandes brincos, aunque no ladraban, pues les estaba prohibido. En la sala central, grande, vieja y con las paredes recubiertas de hollín, ardía una gran hoguera en medio del enlosado; el humo se acumulaba junto al techo y debía buscar por sí mismo una salida; en el fuego hervía un caldero de sopa y, ensartados en un pincho, se asaban varios conejos y liebres. - Esta noche dormirás conmigo y con mis animales - dijo a Gerda la hija del bandido. Cuando hubieron comido y bebido se dirigieron a un rincón donde se amontonaban la paja y las mantas. Por encima de sus cabezas, sobre vigas y traviesas, había cerca de cien palomas; parecían dormidas, aunque giraron ligeramente sus cabezas a la llegada de las niñas. - Son todas mías - dijo la hija del bandido, y, atrapando a una de las que estaban más próximas, la sujetó por las patas y la sacudió, mientras la paloma agitaba las alas. - ¡Bésala! - gritó, arrojando el animal a la cara de Gerda -. Éstos son la chusma del bosque - continuó, mostrándole los barrotes que cerraban un agujero en lo alto del muro - Si no se los tiene bien encerrados, se echan a volar de inmediato y desaparece. ¡Y este es mi viejo amigo Be! Y tiró de los cuernos a un reno atado a la pared con una cuerda sujeta a un anillo de cobre pulimentado que le rodeaba el cuello. - También a éste hay que sujetarlo bien; de lo contrario, se soltaría y se iría. Todas las noches le acaricio el cuello con mi cuchillo y se muere de miedo. La niña sacó un largo cuchillo de una rendija que había en la pared y lo pasó por el cuello del reno. El pobre animal coceó, mientras la hija del bandido se reía a carcajadas. Luego, de un empujón, tiró a Gerda sobre la cama.

- ¿No vas a dejar el cuchillo mientras duermes? - preguntó Gerda que miraba la hoja con temor. - Duermo siempre con mi cuchillo - respondió la hija del bandido. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Pero cuéntame más sobre lo que hace un momento decías del pequeño Kay y sobre por qué te has aventurado a recorrer el mundo. Gerda continuó su relato, mientras las palomas del bosque se arrullaban allá arriba, en su jaula, y las otras dormían. La hija del bandido pasó su brazo alrededor del cuello de Gerda y, sin dejar de sujetar el cuchillo con la otra mano, se durmió y pronto se le oyó roncar; sin embargo, Gerda no podía cerrar los ojos, no sabía si iba a vivir o a morir. Los bandidos estaban sentados alrededor del fuego, cantaban, bebían y la vieja bailaba de forma estrafalaria. ¡Oh, qué horrible espectáculo! Entonces las palomas del bosque dijeron: - ¡Crrru, Crrru! Hemos visto a tu amigo Kay. Una gallina blanca llevaba su trineo y él iba sentado en el de la Reina de las Nieves, que voló sobre el bosque cuando nosotras estábamos en el nido; sopló sobre nuestros pequeños y todos murieron, salvo nosotros dos ¡Crrru, Crrru! - ¿Qué es lo que me decís? - preguntó Gerda sobresaltada - ¿Dónde iba la Reina de las Nieves? ¿Podéis decírmelo? - Seguramente se dirigía a Laponia, donde hay siempre hielo y nieve. No tienes más que preguntar al reno que está atado con la cuerda. - Allí hay una gran cantidad de nieve y hielo - dijo el reno -. ¡Es muy agradable y muy hermoso! Se puede correr y saltar libremente por inmensos valles nevados. Es allí donde la Reina de las Nieves tiene su mansión de verano, pero su castillo está más arriba, cerca del Polo Norte, en las islas llamadas Spitzberg. -¡Oh Kay, querido Kay! - suspiró Gerda. - ¿Vas a estarte quieta de una vez? - le gritó la hija del bandido- O te callas o sentirás mi afilado cuchillo en tu barriga. Por la mañana, Gerda le contó todo lo que le habían dicho las palomas del bosque; la hija del bandido adoptó una expresión grave, movió la cabeza y dijo: - Eso me da igual... eso me da igual... ¿Sabes tú donde está Laponia? - le preguntó al reno. - ¿Quién podría saberlo mejor que yo? - respondió el animal, con los ojos humedecidos- ¡Allí nací y allí me crié, saltando por los campos cubiertos de nieve! - Escucha - dijo a Gerda la hija del bandido- Ya ves que todos los hombres han salido, pero mi madre todavía sigue aquí; más tarde, hacia el mediodía, suele beber un trago de aquella botella y después se echa un sueñecito... entonces podré hacer algo por ti. Saltó de la cama, se abalanzó sobre el cuello de su madre, y tirándole de los bigotes, le dijo:

- ¡Buenos días, mi querida cabra! La madre le dio tal papirotazo en la nariz, que se la dejó entre roja y azul, pero eso, entre ellos, no era más que una muestra de cariño. Cuando la madre hubo bebido de la botella y se quedó dormida, la hija del bandido se acercó al reno y le dijo: - Me gustaría seguir haciéndote cosquillas con mi cuchillo, pues es entonces cuando más me diviertes, pero eso no importa ahora; voy a desatarte y te ayudaré a salir para que te dirijas a Laponia, pero tienes que ir deprisa y conducir a esta niña hasta el palacio de la Reina de las Nieves, donde está su compañero. Seguro que habrás oído todo lo que me ha comentado: hablaba bastante alto y tú te enteras de todo. El reno se puso a dar saltos de alegría. La hija del bandido aupó a la pequeña Gerda sobre él, tomando la precaución de sujetarla bien e incluso le puso un cojín para que estuviese más cómoda. - Bueno - le dijo -, te devolveré tus zapatos de piel, pues hará frío por allí, pero el manguito me lo quedo, es demasiado bonito. De todas formas, no pasarás frio, aquí tienes las grades manoplas de mi madre que te llegarán hasta el codo; ¡toma, póntelas!. Con esas manoplas te pareces a mi horrible madre. Y Gerda derramó una lágrima de alegría. - No me gusta verte lloriquear - dijo la hija del bandido- ¡Deberías estar contenta! Aquí tienes dos panes y un jamón; no pasarás hambre. Después de colocar todo aquello sobre el reno, la hija del bandido abrió la puerta, metió a los perros en la habitación, cortó con su cuchillo la cuerda con que estaba atado el reno y le dijo: - ¡Vamos, corre! ¡Y cuida bien de la niña! Gerda tendió las manos enfundadas en las grandes manoplas hacia la hija del bandido diciéndoles adiós y el reno partió veloz por encima de matorrales y tocones. Con toda la rapidez que le fue posible, atravesó el gran bosque, franqueó pantanos y llanuras, mientras, a su alrededor, aullaban los lobos y graznaban los cuervos. Y el cielo, volviéndose rojo, también les habló: "¡Pfit, Pfit!". Parecía que estornudara. - Son mis viejas amigas, las auroras boreales - dijo el reno - ¡Mira qué resplandores! - Y siguió corriendo, día y noche, sin descanso. Comieron los panes, el jamón, y llegaron a Laponia.

SEXTO EPISODIO La Lapona y la Finesa

Se detuvieron ante una pequeña cabaña. Tenía un aspecto muy pobre, con un tejado que descendía hasta el suelo y una puerta tan baja que para entrar o salir de ella había que arrastrarse por el suelo. Vivía allí una vieja lapona que estaba cociendo pescado en una lámpara de aceite de bacalao; el reno le contó toda la historia de la niña, aunque antes le había contado la suya, que consideraba mucho más importante; Gerda estaba tan entumecida por el frío que apenas podía hablar. - ¡Ah, pobres de vosotros! - dijo la lapona -. Os queda todavía un largo camino! Tenéis que hacer más de cien leguas para llegar a Finlandia; allí, donde las auroras boreales aparecen cada noche, tiene la Reina de las Nieves su morada. Como no tengo papel, os escribiré una nota en un trozo de bacalao seco; deberéis entregárselo a una mujer finlandesa, amiga mía, que vive por allí; ella podrá informaros mejor que yo. Cuando Gerda hubo entrado en calor, después de haber comido y bebido algo, la lapona escribió unas palabras sobre el bacalao, recomendando a Gerda que tuviese buen cuidado de no perderlo; ésta lo colocó sobre el reno, que, de un salto, reemprendió la marcha. Tuvieron la ocasión de contemplar deliciosas auroras boreales de hermosos tonos azulados... y llegaron a Finlandia. Llamaron a la chimenea de la mujer finlandesa, pues su casa era una chimenea que ni siquiera tenía puerta. Dentro, el calor era tal que la mujer estaba casi desnuda; era pequeña y muy sucia; desvistió en seguida a la pequeña Gerda, le quitó las manoplas y los zapatos, pues de lo contrario no habría podido soportar el calor, y puso un trozo de hielo sobre la cabeza del reno; luego, leyó lo que su amiga lapona había escrito en el bacalao seco; tres veces lo leyó, hasta aprenderlo de memoria, y después echó el bacalao a la olla: era comida y ella nunca dejaba que la comida se echara a perder. - Tú eres muy hábil - dijo el reno; sé que puedes atar todos los vientos del mundo con un hilo; si el capitán de barco deshace un nudo, tiene buen viento, si deshace el segundo, el viento arrecia, y si deshace el tercero y el cuarto, se levanta un huracán capaz de asolar los bosques. ¿No quieres dar a la niña una poción que le dé la fuerza de veinte hombres y le permita llegar hasta la Reina de las Nieves? - ¿La fuerza de veinte hombres...? - repitió la finlandesa- Sí, eso sería suficiente. Se acercó a una estantería y cogió un gran rollo de piel que desenrolló cuidadosamente; había escritos en él unos extraños signos; la mujer leyó y unas gotas de sudor aparecieron en su frente. El reno intercedió de nuevo por la niña y ésta miró a la finlandesa con ojos tan suplicantes que la mujer parpadeó y se llevó al reno a un rincón donde, poniéndole otro trozo de hielo en la cabeza, le dijo en voz baja: - El pequeño Kay está efectivamente en casa de la Reina de las Nieves; allí se encuentra a gusto y nada echa en falta; cree que está en el mejor lugar del mundo, aunque eso es debido tan sólo a que un pedacito de cristal se le clavó en el corazón y otro se le introdujo en el ojo; si no se le extirpan esos cristales, jamás volverá a ser un hombre y la Reina de las Nieves conservará para siempre su dominio sobre él.

- ¿No puedes dar a la niña alguna poción que le confiera poder para lograr su propósito? - No puedo procurarle un poder mayor del que ya tiene. ¿No ves el alcance de su poder? ¿No ves cómo hombres y animales la ayuda y cómo, descalza, ha recorrido un camino tan largo? Su fuerza reside en el corazón y nosotros no podemos acrecentarla. Su poder le viene dado por el hecho de ser una niña dulce e inocente. Si por sí misma no consigue llegar a Kay, nada podremos hacer nosotros. A dos leguas de aquí comienza el jardín de la reina de las Nieves; llévala hasta allí y déjala junto al arbusto de bayas rojas; no pierdas tu tiempo charlando y apresúrate a volver. La finlandesa cogió en sus brazos a la pequeña Gerda y la subió de nuevo sobre el reno que corrió con todas sus fuerzas. - ¡Oh, no llevo mis zapatos! ¡Ni tampoco las manoplas! - gritó Gerda. Acaba de darse cuenta al sentir el horrible frío que hacía fuera, pero el reno no se atrevió a detenerse; siguió corriendo, hasta llegar al arbusto de las bayas rojas; allí depositó a Gerda en el suelo, le dio un beso y unas lágrimas gruesas corrieron por la mejilla del animal; se volvió y regresó tan rápidamente como pudo. Allí se quedó la pobre Gerda, sin zapatos ni guantes, en plena Finlandia, terrible y glacial. Echó a correr y un verdadero regimiento de enormes copos de nieve le salieron al encuentro; no caían del cielo, que estaba muy claro e iluminado por una aurora boreal; los copos corrían a ras de tierra y cuanto más se le acercaban, mayor era su tamaño; Gerda recordó lo grandes y perfectos que le habían parecido cuando los había observado con la lupa; pero éstos eran la vanguardia de la Reina de las Nieves y tenían un aspecto terrible, como seres vivos que tomaban las formas más extrañas: unos parecían horrorosos puercoespines, otros eran como madejas de serpientes enmarañadas que adelantaban amenazadoramente sus cabezas, otros, por fin, recordaban a pequeños osos rechonchos de pelo crespo; todos los copos de nieve parecían dotados de vida y tenían una blancura resplandeciente. La pobre Gerda se puso a rezar un Padrenuestro; el frío era tan intenso que podía ver su propio aliento saliéndole de la boca como una espesa humareda; y este aliento se iba haciendo más denso y se convertía en pequeños ángeles luminosos que crecían a medida que tocaban tierra; portaban un yelmo en la cabeza, un escudo en una mano y una espada en la otra; su número iba en aumento y cuando Gerda terminó su Padrenuestro formaban todo un batallón a su alrededor; descargaron sus lanzas contra los horribles copos que estallaron en mil pedazos y la pequeña Gerda avanzó con paso seguro e intrépido. Los ángeles le frotaron las manos y los pies, sintió menos frío y se dirigió sin perder tiempo hacia el palacio. Pero vemos ahora dónde se encuentra Kay. Apenas se acordaba de su amiga Gerda ni se podía imaginar que en aquel momento ella se encontraba delante del palacio.

SÉPTIMO EPISODIO

Del Palacio de la Reina de las Nieves y de lo que Luego Sucedió

Los muros del palacio estaban formados de polvo de nieve y las ventanas y puertas, de vientos glaciales; había más de cien salones, formados por remolinos de nieve, el mayor de los cuales medía varias leguas de largo; estaban iluminados por auroras boreales y eran inmensos, vacíos, gélidos y luminosos. Nunca se celebró allí fiesta alguna, ni siquiera un sencillo baile en el que los osos pudieran danzar sobre sus patas traseras, haciendo gala de sus maneras distinguidas, al son de la música de los tempestuosos vientos polares; jamás tuvo lugar ninguna reunión en la que poder jugar y divertirse, ni siquiera una simple velada en la que las señoritas zorras blancas charlaran en torno a unas tazas de café, Los salones de la Reina de las Nieves eran desolados, grandes y fríos. Las auroras boreales aparecían y desaparecían con tanta exactitud que se podía preveer el momento en que su luz sería más intensa y aquel en que sería más tenue. En medio del inmenso y desnudo salón central había un lago helado; el hielo estaba roto en mil pedazos, pero cada uno de ellos era idéntico a los otros: una verdadera maravilla; en el centro del lago se sentaba la Reina de las Nieves cuando permanecía en palacio; pretendía reinar sobre el espejo de la razón, el mejor, el único de este mundo. El pequeño Kay estaba amoratado por el frío, casi negro, aunque él no se daba cuenta de ello, pues el beso que le diera la Reina de las Nieves le había insensibilizado para el frío y su corazón estaba, innecesario decirlo, igual que un témpano. Iba de un lado para otro cogiendo trozos de hielo planos y afilados que disponía de todas las formas posibles, con un propósito determinado; hacía lo mismo que nosotros cuando con pequeñas piezas de madera recortadas intentamos componer figuras. Kay también formaba figuras, y sumamente complicadas: era "el juego del hielo de la razón"; a sus ojos, estas figuras eran magníficas y su actividad tenía una enorme importancia; el fragmento de cristal que tenía en el ojo era la causa de todo; construía palabras con trozos de hielo, pero nunca conseguía formar la palara que hubiera deseado, la palabra Eternidad. La Reina de las nieves le había dicho: - Cuando logres formar esa palabra, serás tu propio dueño; te daré el mundo entero y un par de patines nuevos. Pero, por más que lo intentaba, nunca lo conseguía. - Voy a emprender un vuelo hacia los países cálidos - le dijo un dia la Reina de las Nieves - Echaré un vistazo a las marmitas negras - así llamaba ella a las montañas que escupen fuego, como el Etna y el Vesubio-. Las blanquearé un poco, eso le sentará bien a los limoneros y a las viñas. La Reina de las Nieves emprendió el viaje y Kay quedó solo en aquel gélido y vacío salón de muchas leguas de largo; contemplaba los trozos de hielo, reflexionaba profundamente concentrándose al máximo en su juego; permanecía tan inmóvil y rígido que daba la impresión que hubiera muerto de frío. Fue entonces cuando la pequeña Gerda entró en el palacio por su puerta principal, construida con vientos glaciales; pero Gerda recitó su oración de la tarde y los vientos se apaciguaron como si hubiesen querido dormir; se adentró por los grandes salones vacíos... y vio a Kay. Lo reconoció, le saltó al cuello, le estrechó entre sus brazos y gritó: - ¡Kay! ¡Mi querido Kay! ¡Por fin te encontré! Pero Kay permaneció inmóvil, rígido y frío... y Gerda lloró y sus lágrimas cálidas cayeron sobre el pecho del muchacho llegando hasta su corazón y fundieron el bloque de hielo e hicieron salir de él el pedacito de cristal que allí se había alojado. Kay la miró y ella cantó: Las rosas en el valle crecen, el Niño Jesús les habla y ellas al viento se mecen. Entonces también las lágrimas afloraron a los ojos de Kay y lloró tanto que el polvo de cristal que tenía en el ojo salió junto con las lágrimas; reconoció a Gerda y, lleno de alegría, exclamó: - ¡Gerda! ¡Mi pequeña y dulce Gerda...! ¿Dónde has estado durante todo este tiempo? ¿Y dónde he estado yo? Y mirando a su alrededor dijo: - ¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande y vacío está esto! Estrechó entre sus brazos a Gerda, que reía y lloraba de alegría; su felicidad era tan grande que incluso los trozos de hielo se pusieron a bailar a su alrededor y cuando, fatigados, se detuvieron para descansar, formaron precisamente la palabra que al Reina de las Nieves había encargado a Kay que compusiera, la palabra Eternidad: era pues su propio dueño y ella debería darle el mundo entero y un par de patines nuevos. Gerda besó las mejillas que recobraron su color rosado, le besó en los ojos que brillaban como los suyos, besó sus manos y sus pies y se sintió fuerte y vigoroso. La Reina de las Nieves podía venir cuando quisiera; Kay tenía su carta de libertad escrita en brillantes trozos de hielo. Se cogieron de la mano y salieron del palacio; hablaron de la abuela y de los rosales que crecían en el tejado; los vientos habían amainado hasta desaparecer por completo y el sol brillaba en el cielo; cuando llegaron el arbusto de las bayas rojas, el reno les estaba esperando; junto a él había una joven hembra cuyas ubres estaban llenas de leche tibia que ofreció a los dos niños tras haberles dado un beso. Y los renos llevaron a Kay y a Gerda primero a casa de la finlandesa, donde se calentaron en la cabaña y proyectaron el viaje de vuelta, y después a casa de la lapona, que les había cosido trajes nuevos y les había preparado un trineo. Los dos renos, saltando a su lado, les acompañaron hasta el límite del país, donde los tallos verdes empezaban a despuntar sobre la nieve; allí se despidieron de los renos y la mujer lapona. - ¡Adiós! - se dijeron todos. Se escuchaban ya los gorjeos de algunos pajarillos y el bosque comenzaba a reverdecer. De la espesura salió un magnífico caballo, al que Gerda reconoció de inmediato, pues era uno de los que había tirado de la carroza de oro; estaba montado por una jovencita con un gorro encarnado en la cabeza y que empuñaba una pistola en cada mano: era la hija del bandido, se había cansado de estar en su casa y había decidido marcharse; iría primero hacia el Norte y, si el Norte no le gustaba, continuaría más allá. Reconoció en seguida a Gerda y Gerda la reconoció a ella. Se llevaron una gran alegría. - Es absurdo lo que has hecho - dijo a Kay la hija del bandido - Me pregunto si te mereces que te vayan buscando hasta el fin del mundo. Gerda le golpeó cariñosamente la mejilla y le preguntó por el príncipe y la princesa. - ¡Se han marchado al extranjero! - respondió la hija del bandido. - ¿Y la corneja? - preguntó Gerda. - La corneja murió. La novia domesticada es ahora viuda y lleva en la pata una cinta de lana negra; gime lastimosamente... pero todo eso son tonterías, cuéntame tu historia y como conseguiste encontrarlo. Y Gerda y Kay relataron sus aventuras. - ¡Y aquí acaba la historia! - dijo la hija del bandido. Estrechó la mano de los dos niños y les prometió que si algún día pasaba por su ciudad se acercaría a visitarles; después, partió con su caballo a recorrer el mundo y Kay y Gerda continuaron su camino, cogidos de la mano, en aquella deliciosa primavera más verde y más florida que nunca; las campanas de una iglesia repicaban a lo lejos; en seguida reconocieron las altas torres y la gran ciudad donde siempre habían vivido; se internaron por las calles y llegaron al portal de la casa de la abuela; subieron las escaleras y abrieron la puerta de la buhardilla; todo se encontraba en el mismo lugar que antes; el reloj de pared seguía pronunciando su "tic, tac" que acompañaba el girar de las agujas; en el momento de franquear la puerta, se dieron cuenta de que se habían convertido en personas mayores; los rosales, sobre el canalón, florecían tras la ventana abierta y allí estaban las dos sillitas; Kay y Gerda se sentaron cada uno en la suya, cogidos de la mano; habían olvidado, como si de un mal sueño se tratara, el vacío y gélido esplendor del palacio de la Reina de las Nieves. La abuela estaba sentada a la luz del sol de Dios y leía en voz alta un pasaje de la Biblia: "Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos". Kay y Gerda se miraron a los ojos y comprendieron de repente el antiguo salmo: Las rosas en el valle crece, el Niño Jesús les habla y ellas al viento se mecen. Allí estaban sentados los dos, ya mayores, pero niños al mismo tiempo, niños en su corazón. Era verano, un verano cálido y gozoso.

FIN