Recursos educativos - Cuentos infantiles
La Pastorcita
Cierta vez, en un hermoso país lleno de montañas y verdes valles, vivía una pastorcilla de largas trenzas rubias, ojos azules y un cutis del mismo color que los melocotones maduros.
Se llamaba Laura y tenía tres corderitos. Uno, dos, tres.
Cada mañana los contaba para saber si había perdido alguno.
Un día, el rey de aquel país, que era muy joven y apuesto, se internó en el bosque para cazar.
-¡Cuidado! -gritaron los conejitos-. Hay que avisar a los otros animales para que se escondan.
El rey, durante la caza, perdió una pequeña campanita de plata que llevaba a las espuelas.
El rey y sus acompañantes buscaron la campanita por todos los rincones del bosque. Buscaron y buscaron, pero la campanita no apareció.
-¡Qué pena! -dijo el joven rey-. Era un regalo de mi madre. Seguid buscando, amigos: tenemos que encontrarla.
De pronto, uno de los servidores del rey gritó, muy enfadado, señalando uno de los corderitos de Laura.
-¡Majestad! ¡Majestad! Uno de los corderitos de aquella pastora acaba de tragarse la campanita de plata.
-¿Qué atrevimiento es ése, pastorcilla? -dijo el rey-. ¿Porqué no vigilas a tus traviesos animales? Uno de ellos se ha tragado mi campanita de plata.
-Habrá sido sin querer, majestad -murmuró la pastorcita. Pero nadie pudo identificar al corderito que se había comido la campanita de plata del rey.
-¡Los mataremos a todos! -gritó el capitán de los soldados que acompañaban al rey, que tenía muy mal genio.
Laura, llorosa, alzo sus ojos azules hacia el rey y suplicó:
-¡Perdón para mis corderitos, majestad! Yo descubriré al que se ha tragado la campanilla y, así, sólo uno de ellos recibirá el castigo.
Laura arrancó un poco de hierba y la fue acercando al hocico de los tres corderitos.
-¡Beee! ¡Beee! -dijo el primero.
-¡Beee! ¡Beee! -dijo el segundo.
Pero el tercero, como se había tragado la campanilla de plata, abrió la boca y dijo:
-¡Tilín! ¡Tilín! ¡Tilín!
-¡Este es el que se ha tragado la campanita de plata! -gritó el rey muy enfadado.
-¡Perdonadle! ¡Perdonadle! -suplicó la pastorcilla.
Pero el rey, sin hacer caso de las súplicas de la pobre pastora, ordenó a sus soldados:
-¡Castigadle como merece!
-Castigadme a mí, majestad -dijo Laura-, pero perdonad a mi corderito.
-No puedo castigarte a ti, pastorcilla -respondió el rey-. Él se ha tragado la campanita, no tú.
-Pero yo tengo la culpa por haber venido al bosque cuando estabais cazando en él.
El rey se quedó pensativo unos instante, mirando a los tres corderitos y a la gentil pastora que seguía arrodilla a sus pies.
Se dio cuenta de que era buena, generosa y bonita, y de que tenía unos hermosos ojos azules y unas largas trenzas rubias.
-Te perdona -dio al fin-, y perdono también a tu corderito.
-Sois demasiado generosos, majestad -dijo el capitán de los soldados-. Ese corderito travieso se quedará sin castigo y vos sin campanita de plata.
-No importa -respondió el rey-. El haber conocido a una pastorcilla tan buena y gentil me compensará con creces de la pérdida de mi campanita.
Al cabo de un tiempo, el rey y la pastorcita se casaron. Todos los animales del bosque asistieron a la boda y, naturalmente también los tres corderitos.
-¡Beee! ¡Beee! -dijo el primero para expresar su alegría.
-¡Beee! ¡Beee! -repitió el segundo.
Y el tercero, el que se había tragado la campanita, abrió su boca y dijo:
-¡Tilín! ¡Tilín! ¡Tilín!