Recursos educativos - Cuentos infantiles
El mejor Arquero del Rey
Este era un Rey que tenía el mejor palacio de todos los palacios del reino, y de todos los reinos vecinos. Porque tenía los mejores arquitectos de éste y los otros reinos. Se lo habían construido con las mejores piedras para tener los mejores muros, las mejores torres, los mejores torreones, las mejores almenas, con los mejores fosos, los mejores puentes levadizos y las mejores puertas. Con las mejores habitaciones, las mejores ventanas, los mejores salones, las mejores salas, los mejores corredores, los mejores pasadizos, los mejores pisos y los mejores techos.
Las mejores capillas y – por qué no -, las mejores mazmorras y prisiones. Como, también, los mejores patios y las mejores plazas arboladas, con las mejores fuentes, de éste y otros reinos.
Como tenía los mejores ebanistas y los mejores carpinteros, se permitía tener los mejores muebles, con las mejores sillas, las mejores mesas, los mejores taburetes y los mejores baúles, arcas y arcones. Como tenía los mejores herreros, podía tener los mejores candados, las mejores cerraduras, trabas y cadenas, las mejores armaduras y escudos, las mejores mallas, los mejores cascos, las mejores espadas y florines, como los mejores mazos, las mejores lanzas y las mejores flechas. Como tenía los mejores alfareros, podía tener las mejores vasijas y vajillas, las mejores jarras y jarrones. Como tenía los mejores plateros, joyeros y zapateros, se vanagloriaba con los mejores cuchillos y las mejores cuchillas, las mejores cucharas, los mejores tenedores, con las mejores coronas, medallas, sortijas y pulseras, los mejores anillos, los mejores cálices y las mejores copas, jarras, platos y fuentes de fina plata y reluciente oro y, por supuesto, con los mejores zapatos, calzas, estribos, arneses y monturas existentes.
Tenía los mejores huertos y jardines del reino, y de los reinos conocidos. Porque tenía los mejores hortelanos y los mejores jardineros de éste y los otros reinos, que alimentaban las mejores sementeras para abonar las mejores tierras y poder cultivar las mejores legumbres, las mejores hortalizas y las mejores plantas con las mejores flores conocidas de todo el reino – y, sin dudas –, hasta más allá de todos los reinos vecinos.
Tenía los mejores sastres, los mejores hilanderos y tejedores del reino, por ello, los mejores trajes, las mejores capas, los mejores mantos y abrigos, las mejores cortinas, las mejores alfombras y tapices, las mejores mantas, los mejores manteles, servilletas y pañuelos, las mejores sábanas y los mejores cubrecamas que pudiéramos imaginar, para éste y otros reinos. Un día, mejor dicho, una mañana que el Rey estaba aburrido – (¡ah!, la mejor mañana, aunque fuera la única de ese y todos los días, con el mejor y mayor, aburrimiento de los reinos) -, llamó a su único y mejor consejero, que le recomendó el mejor paseo para rey aburrido. Y miró, con su mejor mirada, desde su mejor ventanal, hacia el mejor camino del mundo, con las mejores curvas, las mejores rectas, los mejores bordes, naturales y empedrados, los mejores puentes que cruzan sobre los mejores ríos, arroyos, pasos y riachuelos y, con las mejores palabras, llamó a su chambelán, quien llamó al mejor sirviente para llamar al mejor mozo de cuadras que llamó a su mejor muchacho ayudante de cuadras para que trajera al mejor caballo para ensillar con las mejores sillas y , así, el Rey podía cumplir con su único y mejor deseo del momento: dar su mejor paseo, para quitarse su mejor aburrimiento en aquella mejor mañana de todas las del reino.
Vestido con su mejor traje de paseo, el Rey estribó, con sus mejores botas, en los mejores estribos hecho con los mejores cueros del reino, que tenían los mejores enchapados en oro y plata, de los más finos. Y, con el mejor toque de su mejor látigo, al mejor espoleo de sus mejores espuelas de plata y oro labrado, con diamantes incrustados, y al sonido de su mejor azuzar a su mejor caballo, montado de lo mejor, comenzó a trotar, con el mejor trote – sin dudarlo - para avanzar hacia el mejor camino de su reino, y de todos los reinos vecinos.
Trotó y galopeó, galopeó y trotó, hasta las doce del día, cuando en el mejor cielo del mundo, brillaba, con el mejor brillo del mundo, el mejor sol de este mundo y de los mundos descubiertos, provocando el mejor – y mayor – calor del reino, y de los reinos conocidos. Buscó el Rey un resguardo con la mejor mirada, y consiguió, un hermoso túnel de árboles, con los mejores troncos, las mejores ramas y las mejores hojas, que brindaban – como lo imaginas - su mejor sombra. Realizaba el Rey el mejor descanso de todas las jornadas, cuando observó que, en el primer árbol donde estaba apoyado, había un círculo blanco con una flecha clavada en su centro. Nada tenía de extraordinario el hecho, sino fuera que, en el segundo, en el tercero, en el cuarto... en el décimo... en el vigésimo... en el centésimo... ¡en todos los árboles de aquél túnel había círculos blancos con sus flechas clavadas en su centro! Y, los círculos, ¡eran cada vez más pequeños!
El Rey tenía los mejores arcos y las mejores flechas del reino, porque tenía, como ya lo dijimos, los mejores hacedores de esas armas entre todos los reinos (los vecinos - por lo menos - que, de buenos, o cansados de tantas guerras, nada querían saber con ellas, y los que las apoyaban) Además, él - que se consideraba el mejor arquero de su reino y nadie, aún, se había atrevido a negarlo, ni en éste, ni en los otros reinos – lo sabía, no era el responsable del hecho (no necesitaba ser el mejor investigador para reconocer que no eran sus flechas y, aunque era el mejor arquero del reino, tenía que aceptar, muy a su mejor pesar y a costo de la mejor modestia, que no hubiera logrado clavar sus flechas en tantos centros)
- Quien hizo esto – se dijo el Rey para sí –: ¡es el mejor arquero del reino!
Con la mejor rapidez posible, se montó en su caballo, con veloz carrera – la mejor del reino – se regresó a su palacio, llamando, con los más fuertes y mejores gritos del reino, al Capitán de su Ejército y, apenas lo vio, le ordenó, con la mejor orden del reino, ¡y, sólo de palabra!, que trajera ante él al responsable de aquello.
El Capitán del Ejército preguntó, preguntó y preguntó, investigó, interrogó y presionó. Nadie sabía, o quería, darle datos del suceso – por desconfianza o por miedo –, todos guardaban el mejor silencio. Así pasaron días, semanas, un mes, dos, hasta que, a la mitad del tercero, apareció el responsable del hecho. Para la sorpresa de él, y la mayor del Rey, por supuesto, la mejor sorpresa del reino. El Capitán del Ejército lo traía de su mano: era un muchachito de unos seis años, con la mejor mirada de “yo no fui”, como cualquiera de su edad en esas situaciones.
Cuando el Rey lo tuvo ante sí, le dijo:
- ¡Muchacho!, ¿Cómo has logrado, tú, eso? Y, el niño, con un colorcito subido en sus mejillas, la mejor sencillez posible y haciendo una gran reverencia – sin dudas, la mejor del reino - le respondió:
- Es muy fácil, mi Señor: primero clavo las flechas, y después les pinto el centro.