Había una vez un árbol. Era un árbol bastante bonito, con sus raíces, su tronco y sus hojas. Por cierto, que se llevaban muy bien. Las raíces estaban todo el día trabajando, desde la mañana hasta la noche, sin descansar. Se preocupaban de buscar por debajo de la tierra alimentos y agua y muchas cosas más. Cuando veían algo que pudiera servir, lo cogían. Pero no se quedaban con nada. Todo se lo daban al tronco. Y el tronco, gordo y fuerte, que era un sabio administrador, lo repartía proporcionalmente a las hojas después de efectuar unos cálculos complicadísimos.
Las hojas recibían siempre lo que necesitaban y nunca había habido envidias entre ellas. Todas procuraban estar guapísimas y la verdad es que lo conseguían. La gente que pasaba por allí decía: “¡Vaya árbol más guay!” Pero un día las raíces empezaron a pensar: “No hay derecho. Nosotras nos pasamos todo el santo día bajo tierra trabajando para que estas hojas presumidas coqueteen con los pájaros y con todo el que pasa por delante. ¡No, y no! ¡Se acabó! No queremos ser esclavas de nadie.” Y se cruzaron de brazos, y dejaron de trabajar.
El tronco entonces no podía dar nada a las hojas, y éstas empezaron a ponerse pálidas, pálidas y a agachar la cabeza.
El árbol ya no era bonito. Los pájaros ya no venían a posarse en él. La gente ya no se sentaba a su sombra.
Así estaban las cosas cuando sucedió que se desató una terrible tormenta. Terrible, pero no mala.
Se levantó un viento fortísimo, y empezó a llover a cántaros. El agua entraba en la tierra y empapaba a las raíces al mismo tiempo que el viento sacudía a las hojas de un lado para otro.
Fue entonces cuando la tormenta le dijo al árbol: “Eres un tonto, árbol. Ya no eres bonito. Pero no es porque tus hojas estén amarillas, sino porque has perdido la armonía interior. Estáis así porque raíces, tronco y hojas no os dais cuenta de que todos sois lo mismo: sois el árbol. Las raíces pensáis que trabajáis para que otros se aprovechen, sin daros cuenta de que vosotras también sois tronco y sois hojas. Todos sois todo. Sois uno. Y si os separáis, no sois nada. No existís. Si quieres ser lo que eres, tienes que ser uno.”
La tormenta terrible se marchó dejando al árbol sumido en la calma y el silencio.
A la mañana siguiente, alguien despertó muy temprano al tronco. Eran las raíces que habían madrugado y tenían ya un montón de cosas preparadas para todos.
El tronco no podía creer lo que veía y, con lágrimas en los ojos, comenzó a trabajar y a hacer sus cálculos que resultaban más complicados que de costumbre: tal era la cantidad de cosas que había que repartir.
Las hojas empezaron a tomar buen color y, en pocos días, ya estaban preciosas; tanto, que los pájaros volvieron a posarse y la gente volvió a sentarse a su sombra.
Pero lo más bonito es que todos tenían la sensación de que aquél era un árbol completamente nuevo.
Eugenio Sanz